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Palabras en ocasión de la concesión del estatus de eméritos a Leticia Mendoza y a Raymundo Jiménez


En un país y en una cultura de bajo desarrollo institucional y, en lo que nos toca más particularmente, de débiles tradiciones académicas, tal vez para muchos la condición de emérito haya sido advertida solo por el acontecimiento de un Papa emérito, al renunciar Benedicto XVI al papado en 2013 o por otorgarse esa condición a Juan Carlos I de España cuando abdicó en favor de su hijo en 2014.

Del latín ex, «por», y meritus, «mérito»; «por mérito» o «debido al mérito», el otorgamiento de la condición de emérito es una tradición académica, heredada de instituciones históricamente precedentes, que se confiere después de haberse retirado a quienes han servido superlativamente a la universidad que les otorga ese estatus.

Es ya una cita sabida la de Bertolt Brecht, el excelso dramaturgo y poeta alemán, de que «Hay hombres que luchan un día y son buenos. Hay otros que luchan un año y son mejores. Hay quienes luchan muchos años, y son muy buenos. Pero los hay que luchan toda la vida: esos son los imprescindibles». El estatus de emérito se confiere no por un éxito fugaz y momentáneo, por un desempeño circunscrito y episódico. Es un reconocimiento a toda una carrera y corresponde a quienes, por la profundidad de la constancia de su entrega y por la relevancia y permanencia de sus legados, se nos hicieron tan imprescindibles que nos costó aceptar su merecido retiro.

Aquí me llega, entonces, esta estrofa del Himno del INTEC:

«El trabajo es esfuerzo y es constancia de la abeja aprendemos su tesón y matices fijados en sus alas abren surcos de vida, fe y amor».

Esta solemne tarde reconocemos por sus méritos resultantes de toda una prolongada carrera a doña Carmen Leticia Mendoza Gómez y a don José Raymundo Apolinar Jiménez Hernández, quienes por tanto tiempo nos dieron tanto que los concebimos como imprescindibles.  Por toda una carrera fructífera en méritos, el honorable Consejo Académico, al ratificar la postulación del Comité Académico del Área de Ciencias Básicas y Ambientales, en el caso de doña Leticia, y la del Área de Ciencias de la Salud, en el caso de don Raymundo, les confiere gozoso el estatus de eméritos.

Podría decir que, como costó tanto resignarnos a no tenerles ya en la intensa cotidianeidad inteciana, nos resarcimos de esta manera tras su retiro para, como dijera el Rector Rolando Guzmán cuando se hizo lo mismo con el Rector Miguel Escala, reconocer públicamente la trascendencia del vínculo emocional de la universidad con ustedes, intecianos de ayer, de hoy y de siempre. 

Se ha seguido así la institucionalidad característica del INTEC, la flor más delicada y apreciada en su jardín universitario, en la que un alto reconocimiento no se otorga por el capricho de un Rector o de un funcionario o, en todo caso, de un individuo, de manera unipersonal, sino siguiendo las normas  que confieren esa atribución a las instancias académicas colegiadas que van, en este caso, desde sus pares en las que fueron sus Áreas Académicas, a la principal instancia de dirección académica del Instituto. Y el haber seguido esa ruta institucional me permite decirles, doña Leticia y don Raymundo, que es toda la colmena las que hoy cierra filas en este más que justo, ineludible reconocimiento.

¡Qué oportuno que hagamos esto en el marco de la celebración del primer cincuentenario del INTEC, porque como reza el lema que elegimos para la misma, ustedes forjaron un legado que inspira y que nos mueve al futuro!

Predominan aquí, en este espacio, sus colegas y familiares y tal vez no tengamos una representación tan amplia de quienes fueron sus alumnos. Quiero decirles, sin embargo, que me hago eco del sentir de varios de sus exalumnos, si no muchos, que conociendo la noticia me dejaron saber su reacción. Les confieso que esas reacciones me han hecho recordar la expresión atribuida a Alejandro Magno al referirse a su maestro, nada más y nada menos que Aristóteles. El conquistador macedonio sentenció: «Estoy en deuda con mi padre por vivir, pero con mi maestro por vivir bien».

Permítanme ahora cumplir con la obligación de aprovechar la oportunidad para compartir un par de reflexiones con la comunidad académica e institucional.

Para la primera quiero apoyarme en nuestro Rector Eduardo Latorre. Superando la dominante tendencia ágrafa que nos arropa, los fundadores nos legaron valiosos escritos que se recogen en la colección Documentos INTEC y en ella se encuentra una de las piezas aportadas por Eduardo: «El papel del profesor universitario del Tercer Mundo». Allí él contempla ocho facetas diferentes del profesor universitario: maestro, educador, creador de conocimientos, difusor general de conocimientos y valores, asesor o consultor, intelectual, empleado y ciudadano ejemplar. Quisiera, con él, referirme a más de una, pero debo circunscribirme hoy a la que quiero destacar como más importante. Le cito:

«(…) tenemos la faceta de hombre público, pues las delicadas funciones de un profesor universitario son del dominio de la sociedad, viéndose este obligado a desempeñar un papel de ciudadano ejemplar. La conducta del profesor ha de ser intachable, inclusive en su vida privada, pues difícil seria creer en la veracidad de las aseveraciones científicas de aquellos cuya moral se pone en duda. Asimismo, sus opiniones y posiciones respecto de los problemas  que aquejan a la sociedad y sus posibles soluciones, deben ser claras y orientadoras, para merecer el respeto que su posición de sapiente le otorga».

No tengo duda alguna de que podría aludir a las biografías de los profesores Mendoza y Jiménez para buscar ejemplos de muchas, si no todas, de las facetas de un profesor universitario identificadas por el Rector Latorre. Pero, ¡que reconfortante y oportuno que en Leticia y Raymundo encontremos respaldo viviente para esa faceta de comportamiento moral y ciudadano a la que remite la cita!, especialmente en estos tiempos de tanta flojera ética cuando no ambigüedad y hasta doblez, de tan amplio trecho entre lo que se dice y proclama y lo que se hace y práctica, entre lo que se aparenta en la vida pública y lo que se oculta en la privada, de tanta simulación y postverdad, sin olvidar que, como dijo alguien, «la postverdad es la mentira que nos gusta».

Una segunda reflexión consiste en la austeridad en el INTEC.

INTEC ha sido una institución austera, con la conciencia de que a lo largo del tiempo ha debido hacer mucho con escasos recursos, que, además, serán siempre escasos por lo altas que son sus miras y lo ambiciosas que son sus metas. Esa calidad de austero, en la que privilegio la acepción de «sobrio, morigerado, sin excesos», la practicó el INTEC infundiéndola en muchos de los aspectos de su quehacer y ser… en sus estilos de vestimenta, en la sencillez funcional de sus despachos, en la frugalidad en sus brindis y sus actos, y, así, hasta en el propio diseño y construcción de sus primeras edificaciones. Esto es algo que no debemos olvidar y a lo que no debemos renunciar -y a veces me asalta el temor que ya algunos no se inscriben en esa austeridad ni practican lo de hacer rendir al máximo cada mínimo con que se cuente.

Es el caso que esa austeridad se extiende incluso a la concesión de honores. En INTEC, por ejemplo, no proliferan los honoris causa… en sus primeros 25 años concedió solo uno.  En ese marco de austeridad, habiendo acumulado la suma de alrededor de 7 mil colaboradores a lo largo de nuestros 50 años, se ha conferido la condición de emérito solo en cuatro ocasiones, dos precedentes a este acto, y las dos que conferimos hoy.

¡Qué tranquilidad y seguridad resultan de saber, a plena conciencia, que otorgamos la condición de eméritos a doña Leticia y a don Raymundo, ambos rebosantes en méritos para nosotros honrarnos al así reconocerlos!

¡Felicitaciones Doña Leticia y Don Raymundo, ejemplos a emular!

¡Enhorabuena INTEC por hacer hoy lo que teníamos que hacer!

Muchas gracias.