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Desayuno Institucional por el 50 aniversario del INTEC


Tal vez mis palabras ante ustedes en una mañana como esta debieran ser simplemente protocolares. Les confieso que no puedo y, tal vez, no deba hacerlo así.

Y es que nos convocamos aquí, hoy, en este campus que ha costado tanto a tantos, la conmemoración del inicio de docencia de lo que fue un acto de atrevimiento y de heroísmo cívico de un grupo de demiurgos -si he elegido bien el término- que dieron nacimiento a lo que es hoy esta vibrante realidad.

Celebrar 50 años de nuestro INTEC podría parecer poco si lo comparamos con los 934 de la Universidad de Bologna, o con los 926 de la de Oxford, o con los 813 de Cambridge -que, paradójicamente, esta última fue fundada por un grupo de académicos que abandonaron Oxford inconformes y en desacuerdo con posturas y decisiones que rechazaron en esa antecesora, para invitar a un paralelismo con acontecimientos que fungieron como prolegómeno al nacimiento de INTEC.

Ponderando mejor al INTEC en su desigualdad con estas comparaciones, debemos considerar que sus 50 años tienen lugar en un país aún adolescente y equivalen a algo menos de un tercio de nuestra vida republicana y casi justamente a un tercio de nuestra historia a partir de la gesta de la Restauración.

Casi 10 siglos y ahí siguen robustas y productivas Bologna, Oxford y Cambridge. Medio siglo de INTEC sobre el que invito a parodiar la expresión de Shakespeare, que “en un minuto hay muchos días” y decir ahora que “en algunos años hay mucho tiempo”. Mucho, muchísimo tiempo, que nos ha dejado un legado que inspira y nos mueve al futuro, como lema de este primer cincuentenario de INTEC.

Me sirve ahora el relato del amigo Antonio da Novoa, rector honorario de la Universidad de Lisboa, fue embajador de Portugal ante la UNESCO y candidato presidencial en su país.

Siendo aún rector de la Universidad de Lisboa, en 2009, la rectora de la Universidad de Cambridge, Alison Richard, envió a Antonio una pequeña caja con hojas de papel y un lápiz especial y le invitó a escribir una “Carta al futuro” que sería guardada, junto con varias más, en un baúl para ser sellado por la Reina de Inglaterra, hasta un siglo después, cuando en 2109 la Universidad de Cambridge lo entregará al Rector de la Universidad de Lisboa.

Comparto con el profesor da Novoa las dos reflexiones que le suscitó esa iniciativa:

La primera, la confianza de que, dentro de 100 años, seguirán existiendo las universidades, en su caso las de Cambridge y Lisboa. En nuestro caso, el INTEC.

La segunda, la responsabilidad de que es necesario hablarle al futuro. Y aquí pienso en la formidable consigna adoptada para la celebración del VIII Centenario de la Universidad de Salamanca, fundada en 1218, «Decíamos ayer, diremos mañana». 

En INTEC celebramos estos primeros cincuenta años mirando al futuro, sin olvidar lo que decíamos ayer para conectarlo con lo que diremos mañana.

Fundados para contribuir a la transformación social del país, mediante la educación superior y el desarrollo de la ciencia, la tecnología y la cultura, permítanme terminar con algunas breves reflexiones sobre INTEC y nuestro país.

Creo que todo país, en todo momento, enfrenta problemas que podríamos clasificar como intrínsecos o endógenos y otros como extrínsecos o exógenos. Los últimos nos acontecen, nos vienen de fuera, por decir así, difíciles de resolver, de someter a control e incluso de mitigar. Los primeros, nos pertenecen a tal punto que en gran medida los creamos nosotros mismos, podemos y debemos resolverlos y no tenemos excusa para no hacerlo. 

Es a estos problemas endógenos o intrínsecos a los que quiero me permitan referirme y hacerlo en relación con lo que ha sido, es y deberá ser el INTEC.

El primero de ellos es el de la institucionalidad, la institucionalidad como cultura, como norma de vida y de asociatividad, más que como norma jurídica o legal o como ordenamiento estructural. Me refiero a las reglas y sistemas de creencias y pautas de comportamiento que prevalecen en una sociedad, aceptadas como legitimas, válidas y así, con fuerza material, vinculante y con efectos pertinentes. Es aquí donde reside el fundamento de la vida social civilizada.  Con la institucionalidad civilizada nos atenemos principalmente al respeto mutuo en el reconocimiento de derechos y deberes, con la regla de oro de que los derechos de uno tienen el límite del respeto a los derechos de los otros. Como proclamara Benito Juárez, «el respeto al derecho ajeno es la paz», a lo que yo agregaría, es la institucionalidad. Cuando la institucionalidad es cultura compartida, vale aquello que nos decía Platón: «Donde reina el amor, sobran las leyes».

El segundo entre esos problemas endógenos es el de la cohesión social y la solidaridad. La cohesión social refiere a los procesos de inclusión y exclusión en una organización o sociedad, con la inclusión como fuerza centrípeta, que atrae y une, y la exclusión como centrifuga que aleja y separa. A mayor inclusión, mayor cohesión, mientras la exclusión la reduce o elimina.  Los niveles de desigualdad potencian las fuerzas centrifugas, a mayores, menor cohesión.

Siendo utópica la igualdad pura y simple, cobran extrema importancia las prácticas inclusivas de respeto mutuo y el justo trato, el reconocimiento de los demás como otros legítimos y la sujeción por todos a las mismas normas de la institucionalidad cultural y de la legal. De otra forma, la convivencia y la cohesión social se ven socavadas por la inequidad. Como yo lo veo, la desigualdad es diferencia de hecho, mientras la inequidad lo es de propósito.

Al trato justo agreguemos la solidaridad, con la que favorecemos la cohesión social, porque por encima de cualquier desigualdad, valoramos la dignidad humana de todos sin importar diferencias de estatus o de cualquier otro tipo. Y tendemos una mano amiga precisamente a quienes son desfavorecidos de una u otra forma, por una u otra causa.

Con el trato justo suturamos las brechas de las desigualdades, con la solidaridad mitigamos las desigualdades. Y así mantenemos un vínculo social y ciudadano de reciprocidad y solidaridad reconociéndonos todos como parte del mismo tejido social.

El tercero y último de los problemas, en mi lista, es el de los propósitos compartidos.

Cuando hay institucionalidad, cohesión social y solidaridad, contamos con las bases para establecer y perseguir propósitos compartidos. Y es ahí cuando un colectivo o toda una sociedad alcanza los niveles mayores de estructuración social, no ya simplemente los de conglomerado o multitud, sino los de organización. Organización, esa forma superior de asociatividad que, como conceptualizaba Arthur Stinchcombe, uno de los padres de la sociología organizacional, consiste en «un conjunto de relaciones sociales estables creadas deliberadamente, con la intención explícita de lograr continuamente algunas metas o propósitos específicos». Y es al compartir propósitos o metas que desatamos las fuerzas que llevan al progreso, al desarrollo y al bienestar.

Como vemos, institucionalidad como cultura, cohesión y solidaridad social y propósitos compartidos se entretejen, reforzándose o debilitándose unas a otras.

¿Y que tiene que ver todo esto con el INTEC, con su legado y su futuro?

Tengo dos argumentos de soporte para haber traído esto que sin ellos seria no más que una perorata.

El primer argumento refiere al INTEC, por su diseño, su trayectoria y sus aspiraciones como un islote de institucionalidad, en una sociedad que se debate por alcanzar mayores niveles de la misma y siente amenazas de resbalar a la anomia, en la que para tantos las normas y pautas de conducta son para que las cumplan otros y para que se adapten a sus caprichos individuales. Y eso lo vemos desde nuestra conducta cotidiana en el tránsito, en las filas, en el trato conferido a los demás, en la invocación del “usted no sabe quien soy yo” y el reclamo de privilegios inmerecidos y sin fundamentos, para mencionar solo algunos ejemplos, malos ejemplos para precisar. 

En INTEC dijimos ayer y diremos mañana que su institucionalidad, como cultura, no solo como marco normativo, nos distingue y destaca y esto es algo que debemos valorar, mantener, cultivar y profundizar, como la flor mas delicada de nuestro jardín universitario.

Con base en esa institucionalidad, celebremos la cohesión social y la solidaridad que hemos alcanzado y que debemos preservar y aumentar, de modo que INTEC sea una comunidad de todos y de todas, en las que por encima de cualquier diferencia socio-económica, cultural, de género, edad o preferencia ideológica, nos integramos con vocación de igualdad y solidariamente.

Queremos ser una elite, sí, sin dudas ni recato. Pero una elite intelectual y académica, con base a ese tipo de méritos y al requerimiento del esfuerzo y la dedicación, por lo demás incluyente, sin otro criterio de exclusión en nuestra puerta de entrada y nuestro régimen de permanencia.

Y en esto contrastamos con una sociedad en la que todavía se recurre con excesiva frecuencia a los argumentos de abolengo, de jerarquía, de poder, de conexiones, a la invocación de alegados derechos adquiridos no legítimos, y entonces segregando sobre bases espurias, afirmando una separación perversa que fomenta abismos entre las franquicias propias y los demás, ilegítimamente desconocidos en lugar de legítimamente reconocidos. 

Y aquí caben unas palabras sobre propósitos compartidos. En una sociedad en la que tanto nos atomizamos en función de intereses particulares sin elevarnos a propósitos y metas de profundo y real consenso, en el que suscribimos pactos para obviarlos o simple, pura y llanamente olvidarlos y en la que nos cuesta tanto enfocarnos y comprometernos en el largo plazo, abandonándonos a los vaivenes del corto plazo y la inmediatez, en INTEC, como si fuera una burbuja, ha sido diferente.

La constancia y unificación en los propósitos, la persistencia en la procura de la excelencia, a lo largo de sus cincuenta años, atravesando por 9 periodos rectorales, con la reafirmación y mejora de nuestra institucionalidad, el cultivo continuo de la cohesión y la solidaridad en nuestra comunidad, constituyen un pacto que no abrogamos y que nos ha dado y dará una continuidad sin sacrificio de la mejora continua, de la innovación y de la recalibración de las respuestas según las demandas de los tiempos cambiantes.

Es por todo lo antes dicho que se justifica en gran medida que nos reconozcamos como una colmena.

El segundo argumento implica a INTEC como un ágora de educación superior. Cerramos a precisar, ¿y por que superior? ¿Porque topográficamente está al final y encima de los demás niveles educativos? Claro que no, si es superior, si alcanza a ser superior, es porque es plaza para el cultivo del espíritu, de la virtud, de las cuatro virtudes éticas platónicas: justicia, sabiduría, fortaleza y templanza, en la procura del areté, griego para excelencia, excelencia no solo profesional, sino, en primer lugar, ciudadana.

Por eso y, sobre todo por eso, cabe el calificativo de superior a este nivel educativo. Y es imprescindiblemente con eso que podremos formar y servir para la transformación social del país en beneficio de mejor calidad de vida para todos sin discriminación., como es nuestra misión.

Espero no haberles aburrido la mañana y me excuso si lo he hecho.  En unos minutos tendremos el maravilloso momento de escuchar a nuestros estudiantes con su manifiesto en ocasión del 50 aniversario del INTEC.  

Pensé que debía dirigirme a ellos tal vez como un abuelo que conecta pasado con presente previendo el futuro.

Pensé que en un momento tan importante debía seguir la recomendación de Clark Kerr, el cuasi mitológico primer rector de la Universidad de California en Berkeley y decimo segundo del sistema universitario de California, quien postulaba que (cito) «El rector se convierte en el mediador central entre los valores del pasado, las perspectivas del futuro y las realidades del presente».

Celebremos nuestros primeros 50 años como un legado que inspira y nos mueve al futuro.  Y, al hacerlo, rememoremos estas cinco decadas con aquella frase de Abraham Lincoln: «Y al final, no son los años de tu vida los que cuentan. Es la vida en tus años». 

Muchas gracias